CARTA A PANCHO


 
Guatemala, 19 de marzo de 2022.


Mi querido Pancho:

Hace casi siete años, el 8 de junio del 2015 para ser más exactos, llegaste a nuestra casa. Sobreviviste al infierno de la calle por no sé cuantos años hasta que personas compasivas te rescataron en la zona 21. La amiga veterinaria que te atendió calculó tu edad en ocho años. Quizás eras más joven, eso nunca lo sabremos. La dureza de la vida que llevabas te avejentó. Estabas muy mal, con desnutrición y anemia severas, las orejas comidas por las moscas, el pelo ralo y tostado, y un tumor canceroso venéreo muy común entre los perros callejeros. Por si esto fuera poco, la crueldad humana te arrebató un ojo y buena parte de la dentadura.  A pesar de esto fuiste siempre un perro noble y agradecido, que logró mantener la amargura y el rencor lejos de su corazón.

Te ofrecimos un hogar temporal mientras recibías la quimioterapia y te recuperabas. Después te darían en adopción. Estabas tan débil que, honestamente, pensé que no lo lograrías. Cuando por primera vez intenté dar un paseo contigo a duras penas diste unos pasos. La fatiga te venció pronto y tuve que cargarte. Por varios meses no emitiste sonido alguno, eras un perro mudo que no ladraba. Tu recuperación fue lenta y desde entonces la Cusha, de forma metódica y con mucho amor y esmero, se hizo cargo de preparar tus alimentos. Hasta que un día renaciste. Tus heridas sanaron y un pelaje suave, denso y brillante comenzó a cubrirte el cuerpo. Sorpresivamente, un día de tantos, comenzaste a ladrar. Para entonces ya tenías un lugar en nuestra casa y en nuestro corazón.

Llegaste en un momento difícil, cuando aun no salíamos del oscuro laberinto del duelo por la muerte de mi mamá a quien, dicho sea de paso, le hubiera encantado conocerte. Con tu presencia cálida y constante lograste que ese tránsito fuera más leve. Comer te volvía loco. Era una verdadera fiesta la que hacías antes de que te sirvieran tu plato y siempre, al terminar tu ración, apoyabas agradecido tu cabeza en nuestras piernas. Nunca hacías bronca por nada e incluso dejabas que la Bela comiera de tu plato (por cierto, te cuento que ya se adueñó de tu cojín favorito). Me acompañabas cuando trabajaba en el jardín o en los arreglos de la casa y fuiste un oyente educado cuando durante los encierros por la pandemia decidí retomar mis prácticas de piano. Siempre estuviste cerca en los buenos y malos ratos.

Los paseos te apasionaban y no sé cómo hacías para saber que la hora de salir se acercaba. Unos minutos antes despertabas de tu siesta, te acercabas y te echabas a mi lado a esperar pacientemente la salida. Durante varios años cumplimos disciplinada y rigurosamente la rutina de dos caminatas diarias, una muy temprano en la mañana y la otra al caer la tarde. Los fines de semana las caminatas eran más largas. Gracias a esos paseos la salud de todos mejoró. Con el paso del tiempo el ritmo de tus pasos se hizo más lento. Algunas veces, de forma poco amable y desconsiderada de mi parte, te presioné para que apuraras el paso. Me negaba a aceptar que estabas envejeciendo, que estábamos envejeciendo. Perdoname por eso mi Pancho.

En enero comenzaste a cojear de una de tus patas delanteras. Suspendimos los paseos para que guardaras reposo y te recuperaras. El veterinario dijo que seguramente la lesión se debía a un mal movimiento y a la edad. Los días transcurrieron sin mejora y al acariciarte notaba que una masa crecía en tu patita. Esta vez los exámenes confirmaron lo que tanto temíamos: cáncer de hueso, que por tu edad sólo era aconsejable tratar de forma paliativa. Hicimos nuestro mejor esfuerzo para cuidarte, mimarte y acompañarte. Mientras tanto la enfermedad avanzaba y tu salud se deterioraba. Movilizarte era cada vez más penoso para vos y los medicamentos contra el dolor, en dosis cada vez más fuertes, destrozaban tu estómago y te mantenían con una diarrea que no te dejaba en paz. El momento de tomar la decisión más triste y dolorosa de mi vida había llegado.

La mañana en que te durmieron fue soleada y fresca. Las nubes, el viento y el frío de los días anteriores cedieron. Para que estuvieras tranquilo te acostamos en tu viejo colchón y te acomodamos en un lugar fresco y sombreado del jardín. Aun así, cuando llegó nuestra amiga veterinaria, presentiste el final y te inquietaste.  Te abracé para tranquilizarte, te hablé lo más serenamente que me fue posible y en ese abrazo te quedaste dormido para siempre mientras la muerte te liberaba de todo dolor y sufrimiento.

Vos sabés mejor que nadie que no creo en cielos ni en arco iris donde estarás esperándome cuando llegue mi turno de partir, y quizás por esa certidumbre absoluta de tu ausencia definitiva me dolés aun más. Habrá quien piense que exagero, que no se puede querer tanto a un animal, que solo eras un perro. Creeme mi Pancho, tu nobleza y calidad “humana”, si es que cabe el término, superaron con creces las de varias personas que conozco.

Sé que la tristeza pasará, que sonreiré al ver tu foto en la pantalla de la compu y que te evocaré sin dolor. Pero en el fondo también sé que la vela que enciendo por las noches sobre el montículo donde reposás en una esquina del jardín bajo la sombra del bambú y esta carta que te escribo, no son para vos, sino para encontrar un consuelo, para convencerme de que hice lo correcto en aras de tu bienestar y para reiterarte la inmensa gratitud que te guardo. Muchas gracias mi amado Panchito por ser lo que fuiste para nosotros.

Tu compañero y amigo,


Kachi